ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN BI FM (17/02/2020)
Antigua entrada a la villa desde la Meseta y junto al hoy todavía casi virgen valle del Bolintxu, esta poco transitada zona de la capital vizcaína se debate entre luchar por seguir siendo un pequeño enclave rural que creció como barriada chabolista o resignarse ante el imparable despliegue de la sociedad del siglo XXI: autopistas, circunvalaciones y trenes de alta velocidad se empeñan en horadarla
La primera vez que fuimos conscientes de la existencia de Buia fue a raíz de la programación allí de una obra de teatro por parte del Ayuntamiento de Bilbao. Se trataba de una de las propuestas englobadas dentro de Kultura Barrutik, la marca bajo la cual el Consistorio agrupa una ecléctica oferta de actividades culturales, a lo largo del año, en todos los distritos de la villa.
Habíamos asistido a citas en Txurdinaga, en Uribarri, en Deusto, en el Casco Viejo… y, desde luego, no habían sido los barrios los que nos habían sorprendido, estando más que vistos, como estaban. Pero, cuando nos dispusimos a acercarnos a Buia, no pudimos evitar ni el gesto de sorpresa ni la consiguiente consulta a Google. No sabíamos dónde se encontraba.
Cogimos el coche, fuimos a La Peña, subimos hacia Ollargan (Arrigorriaga), dejamos la estación de Cercanías a nuestra izquierda y, tras una escasa distancia recorrida entre el parque de Montefuerte y la A-8 (dirección Donostia, justo donde pasa a denominarse AP-8), cruzamos bajo la autopista para seguir la senda bordeando el Malmasín. Así, dirección Vitoria-Gasteiz, en línea con la Autopista Vasco-Aragonesa, llegamos a lo que parecía un pueblecito. Ya estábamos en Buia.
Aparcamos el coche donde pudimos, al no existir aceras, arcenes ni plazas de parking como tales y nos encontramos en medio de un pequeño núcleo urbano de apenas una decena de casas de dos plantas. Eso sí, elevando la vista por encima de la AP-68, justo enfrente, pudimos adivinar (vale, nos lo chivó el GPS) que el barrio continuaba, de manera más populosa, aunque tampoco demasiado.
«Escuela pública», leímos en la inscripción sobre las ventanas de la planta baja de lo que tenía toda la pinta de ser el centro cívico al que nos dirigíamos. Nos confirmaron que sí y que la obra iba a representarse en el primer piso, aunque no nos dejaron subir. No tan rápido, forasteros.
Y es que en los bajos parecía haberse reunido todo el vecindario, unas 60 personas, con la excusa de la representación teatral -en realidad no era teatro, era «teatro-merienda», nos puntualizaron-. Tortillas, bizcochos, cervezas… Cada cual había aportado una cosa y, aunque nosotros no habíamos llevado nada para compartir (por ignorantes, no por roñicas), allí estuvimos, en perfecta comunión. ¿Surrealista? Pues no tanto como una película de José Luis Cuerda (D.E.P.), pero casi.
Semanas después de gozar de la hospitalidad de los lugareños, regresamos a Buia, a su centro cívico, y a esa primera planta que normalmente es una biblioteca pero que a veces se transforma en coliseo. Hoy no hay merendola debajo, sino «clase de gimnasia para mujeres», nos informa Toño, presidente de la Asociación de Vecinos. Suena Lady Gaga, van a tope.
«Antiguamente el barrio era todo uno», afirma el portavoz vecinal cuando le preguntamos por la curiosa morfología del lugar. Llama poderosamente la atención que un enclave tan pequeño y tan rural se halle dividido en dos por culpa de seis carriles de asfalto. «Hasta los años 70, Buia era todo uno, a excepción, quizá, de la zona más alta de caseríos, Seberetxe, que estaba más dispersa», rememora, poniendo el foco en que, «históricamente, Buia era el paso natural que unía la Meseta con Bilbao, a través del Camino Real». Todo cambió con la construcción de la autopista, la AP-68. En ese momento, «se empezó a destruir todo», afirma contrariado.
Pero, como a perro delgado todo son pulgas, ahí no quedó la cosa. Ahí no va a quedar la cosa. Buia está plagado de carteles en contra de la construcción de la Supersur, la Variante Sur Metropolitana de Bilbao, la ampliación de la nueva autopista de pago con la que se pretende descongestionar la Autovía del Cantábrico, tanto en dirección Santander, como en dirección San Sebastián. Sí, también pasará por este antaño tranquilo lugar. «El barrio va a quedar no dividido en dos, sino en tres», alerta Toño, quien achaca a la «situación estratégica» del enclave la razón de que siempre les toque la china. «Rizando más el rizo, el Tren de Alta Velocidad también va a atravesarnos por debajo, todo pasa por aquí, ¡somos como el Estrecho de Gibraltar!», ríe con sorna.
Así que este núcleo originalmente agrícola y ganadero que creció en el primer tercio del siglo pasado como «barrio chabolista», coincidiendo con la explosión industrial de Bilbao y Bizkaia (algo parecido a lo que sucedió en Masustegi, donde los propios vecinos también «construyeron sus casas»), está cerca de poder ser considerado todo un nudo de comunicaciones, si bien, paradójicamente, los habitantes de Buia no lo tienen demasiado fácil para desplazarse. «Para ir andando al cercano barrio de La Peña tenemos que llevar botas de agua cuando llueve», asegura Toño. «Hay que atravesar terrenos que no están en condiciones», detalla.
David contra Goliath, Ásterix y Obélix contra el Imperio Romano… y Buia contra el mundo, cuyo inexorable avance arrasa con todo a su paso. «Nosotros solo pedimos que, ya que nos agreden por todos lados, que nos ayuden por alguno», resume nuestro interlocutor, sabedor de que, por mucho que se quejen, las tuneladoras, las excavadoras, los camiones y las apisonadoras van a seguir transformando el entorno. «Aspiramos a que, al menos, lo que se haga sea dentro de la normativa, respetando las leyes europeas en términos de contaminación acústica, lumínica y de respeto por el medio ambiente», enumera, haciendo hincapié en la «protección del entorno del Bolintxu», un arroyo y valle «que muchos bilbaínos desconocen».
Pero bueno, con todo, aún habrá cosas buenas que destacar de vivir en Buia, ¿no? «La tranquilidad de residir en un sitio como este no es comparable a vivir en la urbe», atestigua. «Aquí se mueve uno a otro ritmo y todo el mundo se conoce en la calle, si bien luego cada cual está más recogido en su casa, porque no vivimos apiñados en pisos, pared con pared», considera con satisfacción el vocero local, quien llegó al barrio 20 años atrás con el objetivo de «estar en contacto con la naturaleza».
Salimos del centro cívico después de revisar los libros y revistas de la biblioteca, incluyendo varios ejemplares de «Buia Informatzen», la publicación no periódica que los propios vecinos editaban tiempo atrás. «Dejamos de hacerla porque sacar una revista da mucho trabajo», nos comenta Toño. «¡Qué te vamos a decir nosotros!», le respondemos.
Justo enfrente nos esperaba Ana Yabar, artesana especializada en trabajos en cristal, quien tiene su taller al otro lado de la calle. No es la única. En el lado opuesto de la AP-68, existe el Taller Buia, en su caso, especializado en cerámica, material con el que Paco lleva más de 35 años trabajando.
Ana también muestra y vende sus trabajos por Internet, si bien, como Paco, saca del barrio sus obras para venderlas en ferias de artesanía, donde no le va nada mal. «Al final, una ciudad como Madrid tiene seis millones y medio de habitantes. Bilbao, 350.000… echa cuentas», reflexiona.
Pero ella también está feliz en Buia, al menos, laboralmente hablando, ya que la planta superior de su taller ya no es su casa, puesto que decidió alquilarla hace unos meses para regresar al Casco Viejo, década y media después. «Llevo 30 años en el oficio y he tenido varios talleres, uno en la calle Conde Mirasol, así como una tiendita en Artekale», rememora, sin olvidar la «tranquilidad» que le hizo trasladarse del meollo a las afueras.
«Compré un piso en la calle San Francisco, cerca del taller, pero aquella zona era un poco dura», atestigua, incidiendo en el hecho de que había sido madre recientemente y necesitaba una vida más relajada. «Buscando y buscando encontramos este sitio, que tendrá como 300 años y estaba destrozado, pero lo reformamos y ahora está nuevo por dentro», cuenta con satisfacción. Pero, entonces, ¿por qué irse a vivir fuera, de nuevo? «Mi hijo ya es mayor, ha cumplido los 18, y el tema del transporte está fatal aquí», justifica, en sintonía con lo comentado antes por Toño.
En Buia cuentan con un Bilbobus cada media hora y hasta las 22:00h. como única manera de conectarse con el centro. «Y solo te lleva hasta La Peña», se queja Ana, añadiendo que «tiene mil paradas» y es «eterno». Así, de querer plantarse en el Casco Viejo, por ejemplo, se necesita de «casi una hora», tras tomar otro autobús en el cercano barrio. «Toda la gente joven acaba marchándose», remata con tristeza, echando de menos los tiempos en los que contaban con un autobús directo a la Plaza Circular, «aunque tampoco era lo ideal, pues salía uno cada hora y o daba la casualidad de que te venía bien o te venía fatal y te rompía el día».
Ahora, por lo menos, también cuentan al llegar a La Peña con una lanzadera a la estación de metro de Bolueta… ¿o no? «Nadie se ha preocupado por los vecinos de Buia… así que tenemos imposible coger ese bus por cosa de unos dos minutos. No llegamos a tiempo y hay que esperar otros 20», se lamenta.
«Esta era una zona maravillosa, con unos prados de la leche, una ermita románica, una vida completamente rural», estima Ana, volviendo a señalar «a la autopista» como culpable de que «todo se destruyera», mostrando su estupor, como en el caso de Toño, ante el hecho de que «todo pasa por el barrio». Pero, más allá de las casas donde habitan «unas doscientas y pico personas», ella también pone el acento en el entorno del Bolintxu, «una de las pocas zonas vírgenes de Bilbao y de lo poco que queda de bosque autóctono», señala. «¿Qué sentido tiene cargárselo? ¡Hazlo por otro lado!», lanza la artesana.
Salimos del taller de Ana en compañía de Lur, su juguetón perro, tras ver con detenimiento los preciosos (y preciosistas) trabajos en cristal de la menestrala buiatarra -copas, vasos, vasijas, jarrones, lámparas…- y nos señala las diferentes zonas del barrio: Buiagoiti, «con sus impresionantes caseríos, de poderío»; Seberetxe, «la entrada a Bilbao desde la Meseta, donde está la Casa Torre Larrinaga y estaba el asiento de piedra del alcalde, que ahora está colocado en la rotonda del Ayuntamiento»; Buia Berri, «lo que en su día fueron chabolas de trabajadores, casas precarias de gente que vino de fuera y ahora son casitas blancas, con algún caserío también», enumera, ya de nuevo en el centro cívico, el epicentro social, cultural y lúdico.
«Aquí somos pocos, pero la gente está muy unida y hay mucha vida social, aunque ya no queden tiendas ni bares. Por mucho que nos hagan de menos, ¡también tenemos derecho a vivir!», proclama Ana mientras Lur se entretiene persiguiendo gatos y a saber qué otros bichos, en este trozo de Bilbao verde, rústico y de otra época, pero asediado por la brea, los coches y los trenes. Por una alta velocidad que contrasta con la de este barrio, que se aferra con uñas y dientes a la idea de poder ir «a otro ritmo».