Se me hace un tanto extraño sentarme frente al ordenador y volver a escribiros. Han cambiado mucho las cosas en estos dos años. Lo ha hecho la situación, vosotros y lo he hecho yo. Bilbao, y por ende el mundo, sigue en esta rueda de hámster de la que todos queremos escapar. Menudo tortazo de realidad en la cara nos hemos llevado, éramos felices y no lo sabíamos.
Por si no tuviera suficiente con lo que ya cambia la existencia el ser aita, viene una pandemia que corta de raíz la vida de gozo y disfrute que conocíamos. Y yo tampoco he podido escapar a ella, pillé la segunda ola y me pegó un revolcón que se llevó por delante mi olfato y, claro, también el gusto. Sabéis lo que eso supone para alguien que disfruta tanto la comida, ¿verdad? Seis meses después sigo sin haberlo recuperado del todo, pero habiendo mejorado mucho gracias a entrenamiento olfativo y la esperanza de recuperarlo del todo. Poca cosa para lo que podía haber sido.
Tal y como está el panorama, entre restricciones y miedos, poder disfrutar alrededor de una mesa o de un espectáculo no es tarea fácil. Yo, que suelo relativizar bastante, intento hacerlo en la medida que puedo y aprovecho la poca cultura que dejan programar y algún que otro festín gastronómico.
En lo cultural, me senté en las butacas del Teatro Arriaga para ver «Gran Reserva», de la compañía de payasos Rhum & Cía. También disfruté del íntimo concierto que ofreció Izaro en la Biblioteca de Bidebarrieta dentro del ciclo Bilbao Poesía. Ojalá pronto más.
En lo gastronómico, mi última experiencia fue en Monocromo. El restaurante que abrió Lázaro Carrasco hace dos años en la calle Heros del Ensanche, me pareció la opción más atractiva para arrancar de nuevo mis reseñas en esta nueva etapa de Alma Botxera.
Lázaro anteriormente ya estuvo a los fogones del Zortziko y capitaneaba un remodelado El Perro Chico, pero en esta ocasión se lo monta por su cuenta como su proyecto más personal: «Lázaro, levántate y anda».
Aunque digna esta «vermutería gastrounderground» de localizarse en Bilbi o Sanfran, lo hace en un Ensanche que acumula atractivos gastronómicos como si no hubiera un mañana. Cuenta con un local al que no le sobran metros cuadrados, pero sí ganas de convencer a todo el que cruce sus puertas amarillas. Decoración industrial sin excesos y con una cocina a la vista en la que poder disfrutar del sincronizado baile de los sukaldaris.
Nos atenderá Fernando, curtido tras años en el Grupo Zaldua (Baserri Maitea, Zuria…), y quien también nos sirvió en nuestra propia boda. Nos ponemos en sus manos para desenvolvernos en una carta que en ocasiones no nos permite decidirnos.
Empezamos brindando por los aitites que nos cubren la retaguardia con su vermut preparado: Sweet Cinzano (tres partes de dry gin, una de rosso y un twist de naranja).
La cosa no empezaba nada mal y debía continuar así. Seguimos con una de las opciones de fuera de carta: un tartar de atún rojo, trufado y un ligero punto picante del ají amarillo y el ito togarashi, unas hebras de guindilla deshidratada que suele usarse en la cocina japonesa. Un plato fresco, meloso y con el que puse en aprietos a mi pituitaria: ¡Eureka! Pude oler ligeramente su trufa. ¡qué placer! Mmmmm…
Aunque no los pedimos en un primer momento, rectificamos al verlos servir en la mesa de al lado. Hablo de los Spring Rolls de pollo con gambas blancas tibias. Al leer el nombre del plato pensé en otra cosa, y en cambio la realidad es bien distinta. Pollo muy picadito, envuelto en pasta filo y coronado con una gamba blanca muy poquito hecha, lo suficiente para que pille una temperatura adecuada. También lo acompañan de una salsa sobre la que se posa que no dejarás de untar.
De las gyozas de cordero lechal en su jugo había oído hablar. Deben de salir habitualmente en todas las mesas y, aunque estuvieron correctas, pasaron más desapercibidas que cualquiera de los otros platos. Momento para surtirnos de un chardonnay navarro, un Umea de 2018.
El plato que llevaba elegido desde casa era uno que me había hecho salivar varias veces frente a la pantalla. Se trata del arroz a la brasa de presa 100% ibérica adornado (tal y como ves en la foto principal) con unas florituras de alioli de ajo asado. Una ración para dos personas que sirve de plato principal, completo con esos generosos medallones de cabecero que te hacen chispitas, con ese saborcillo a la brasa en la que terminan sus platos. Aquí es donde se agradece el asesoramiento de un buen camarero que te aconseja qué y cuánto pedir sin buscar hacer caja. Porque, de lo contrario, hubiéramos pedido otro plato más de carne o pescado y habría sido excesivo.
Para el postre también nos dejamos guiar por el camino que llevaban nuestros ojos cada vez que uno pasaba por delante. Fuimos arrastrados por el soufflé fluido de tres chocolates, que si ya es apetecible a la vista, lo es más al derramar por encima una salsa de mantequilla y vainilla. Orgásmico. El postre se completa con peta-zetas de chocolate blanco y lima y una bola de helado de haba tonka que encontré unos días más tarde en las vitrinas de la heladería Gelati Gelati.
Para cuando todos los comensales disfrutamos de los postres, el milagro de Lázaro ya ha surtido efecto y él se acerca a cada una de las mesas para interesarse. Es momento de saludarle y, como sabemos de buena tinta que ha sido fiel seguidor de este proyecto, aprovechamos para informarle de que va a tener el honor de ser quien estrene esta nueva etapa. Nos contesta con su expresión más personal: ¡SÚPER!
Seguimos con la fea costumbre de pagar nuestras cuentas. Y tampoco nos despeinamos (hace tiempo que ya no 😉), con un ticket que se acerca a los 75 euros para dos personas, con vermuts y copa de vino. La experiencia ha sido muy gratificante, pero ¿cómo no va a serlo salir por un rato de este incómodo capítulo de Black Mirror? Volveremos, si Urkullu y el LABI nos dejan.
Cuídense, botxers.
MONOCROMO VERMUTERÍA
C/ Heros, 11 dcha. Ensanche.
Teléfono: 946 03 52 06