A nada que analices sus servidumbres, ser hincha de fútbol no es una cosa de la que uno debería estar demasiado orgulloso. Se pierde más de lo que se gana. Y linda con la tara mental. ¿Pero qué puedes hacer? Nada.
No me cae muy bien Joaquín Sabina (no soporto en general a la gente que se ríe de sus propias ocurrencias como sorprendida una y otra vez de su genialidad), pero hay que reconocer que a menudo es realmente brillante. En una de esas, el músico de Jaén, conocido aficionado a los toros, dijo que él no discute nunca con los antitaurinos porque tienen razón. A mí me pasa exactamente lo mismo con los que critican el fútbol y su burbuja económica, y su narcótica utilidad para el sistema, y su tribalismo idiota, y su neurótico protagonismo en la sociedad.
Cuando alguien ajeno a esta locura comenta en mi presencia, con esa molesta condescendencia de cultureta, lo ridículo e insultante que resulta la gravedad con la que los medios de comunicación y decenas de miles de infelices se toman lo que hacen once tíos corriendo en calzoncillo detrás de un balón, y el resto de clichés asociados, yo me digo para mis adentros: joder, ya estamos con lo de siempre, qué plasta, pero casi mejor me callo, total, la verdad es que tiene razón.
Sin embargo, qué fácil es hablar cuando no has sido envenenado.
A los que nos llevaron de niños a San Mamés nos jodieron la vida pero bien. Recuerdo la primera vez como si hubiera pasado esta misma mañana. Cuando entré en el estadio de la mano de mi padre y me llegó el olor a hierba húmeda mientras caminaba bajo la tribuna superior por la galería de acceso a nuestra localidad, (incluso antes de ver ese increíble césped fosforito, ya me golpeó el olor, como un adelanto de la compleja y adulterada vida adulta), cuando me cegaron los focos de la tribuna este, cuando me senté en un banco corrido junto a una señora mayor que me preguntó el nombre, me acarició el pelo y me regaló unos cacahuetes para pasar el rato mientras empezaba un juego que no sabía muy bien cómo iba pero que provocaba en todo el mundo reacciones asombrosas, cuando escuché el himno apretado entre piernas agitadas, cuando respiré el humo de un puro abandonado entre los dedos de un señor muy enfadado que gritaba algo desagradable a otro señor que estaba dentro del campo, muy lejos, y que evidentemente no podía oírle, cuando abrí en el descanso el bocadillo que me había hecho mi ama y me lo comí en silencio mientras miraba, alucinado, a tres chavales que le tiraban bolas de aluminio a un hincha que estaba en la primera fila con una txapela enorme llena de insignias y que se giraba enfadado y juraba dirigiéndose a toda la preferencia, ya que no podía identificar a sus agresores, los cuales se aguantaban la risa a mi lado y le tiraban más bolas al hincha insigne en cuanto volvía mirar hacia delante. Cuando viví todo eso, ya estaba atrapado.
Como dice Eduardo Ranedo, el Athletic está metido en la vida de cada aficionado. Se te mete dentro de verdad y no lo sacas por más disgustos que te dé. No puedes.
Qué bien se debe vivir sin esta servidumbre. Sin tener que pedir que cambien la fecha de una comida familiar porque hay partido en San Mamés y sin tener que volver a quedar como un anormal delante de la suegra. Sin mirar el calendario para que el fin de semana de tu boda no coincida con un partido en casa (lo hacemos mejor el siguiente, cariño, el 24 de mayo, a ti qué más te da, que este año UEFA posible). Sin tener que conducir por la autopista de vuelta a casa, un lunes de febrero a la una de la madrugada, bajo el granizo, después de un empate a cero contra el Levante, por ejemplo, pensando: pero qué coño haces aquí, chaval. Sin tener que fingir que estás harto y no quieres saber más y pirarte a pasar el domingo a la montaña, pero mandar un wasap en cuanto recuperas la cobertura en que suplicas información: ¿qué hemos hecho? Y sin tener que sufrir un trance como el del pasado mes de abril, que te quieres morir y te mueres un poco en realidad.
Por más que el juego se haya dignificado mucho estos últimos años con la publicación de sofisticados y elegantes libros sobre el tema y con congresos sobre letras y fútbol, cualquier adulto mínimamente lúcido es consciente de que esto no puede ser, de que esta afición incondicional es un disparate que debería avergonzarnos más que otra cosa. Yo no he llegado a tener un pijama del Athletic, ni una colcha, ni un calzoncillo (ni siquiera cuando Yeste enseñó el suyo después de su gol al Trabzonspor): ese pudor y ese distanciamiento estético son el único cortafuegos que me han separado de ser un auténtico tarado. Bueno, ese pudor, y tal vez alguno de esos títulos que se nos han escapado esta temporada de nuevo, como si hubiera una terrible maldición sobre nosotros.
Porque ya os digo yo que, de tener otra Copa, lo mismo andaba yo por Bilbao con un slip oficial del club y una justificación mientras lo enseño en plan: esto es para mantener un alto porcentaje de posesión. O uno de esos otros para ir de área a área, lo que viene siendo un boxer to boxer.